Acerca de estos delirios

Acá voy a escribir lo que quiero y en la medida en que tenga ganas... No crean que es el blog de García Márquez o de un ganador del Pulitzer; simplemente son cosas que se le ocurren a alguien a quien le gusta compartir. Al que le guste que lea, y al que no, no importa. Nadie se va a morir por no hacerlo... Después de todo lo mío es la radio che!!!

jueves, 6 de mayo de 2010

Treinta y un años sin El Zorro

Fue la primera vez que me tocó dar una noticia triste en mi vida de periodista. No lo recuerdo con precisión pero me atrevo a decir que fue el sábado 6 de mayo de 1989. Yo trabajaba como locutor de turno en LV 28 Radio Villa María. Todavía me recuerdo entrado a la sala de locución con un cable que acababa de llegar a la teletipo. Él, mi ídolo de siempre, el ídolo de millones de grandes y chicos alrededor del mundo, había fallecido. Se llamaba Armando Catalano, hijo de inmigrantes italianos; por eso el nombre latino a pesar de haber nacido en Nueva York. Claro que luego lo cambió por aquel conque se haría famoso: Guy Williams.

Durante años, la hora era esperada ansiosamente y más teniendo en cuenta que en aquel entonces apenas si veíamos uno o dos canales de aire, en el viejo televisor Liankalos, en blanco y negro. Todo se dejaba para más tarde cuando El Zorro hacía su aparición en la pantalla montando su brioso caballo Tornado. Don Diego de la Vega era aquel tímido joven, galante, romántico y soñador, que en el más absoluto secreto se convertía en el héroe enmascarado amado por los pobres, a los que defendía de las injusticias del gobernante de turno. Con su fiel amigo Bernardo, al que todos creían sordo, recorría las calles del pueblo sin despertar sospecha alguna, para desenmascarar a los corruptos que siempre tenían el mismo objetivo: apoderarse de los tesoros para fines personales. Por lo general tenía por cómplice involuntario a uno de sus mejores amigos y a la vez implacable perseguidor: el bonachón incompetente del Sargento García. Su nombre era Henry Calvin, actor y gran cantante tenor. Con su torpeza a más no poder y su bondad era “el malo” preferido de los chicos; si hasta creo que muchas veces queríamos que de una vez por todas pudiera atrapar al enmascarado. Semejante bonhomía debía ser recompensada alguna vez después de todo.

Los setenta y tantos capítulos se repetían incesantemente una y otra voz como sigue ocurriendo en nuestros días. Sin embargo, no nos cansábamos de verlos aunque los conociéramos de memoria. La emoción se apoderaba de todos nosotros cada vez que cambiaba su guitarra romántica por la espada, a la que Guy dominaba a la perfección en la vida real. Sus permanentes combates eran recreados una y otra vez por los pibes de la época que elegíamos como disfraz preferido, precisamente el de El Zorro. Había Zorros de todas las categorías. Algunos con trajes impecables; otros sólo con la capa; yo tenía un a cuadritos rojos y blancos, más merecedora de ser un mantel de mesa que una capa, pero al fin y al cabo yo también era El Zorro y nadie dudaba de eso. Teníamos nuestras espadas de madera con las que imitábamos las destrezas del justiciero y los duelos se repetían por todo el barrio. Yo entonces vivía en los monoblocks de Villa María, frente al balneario, y mi zona de juegos era la calle Pringles, de barrio Parque. Allí vivía mi amigo Carlitos Juan, y estaban sus hermanos Mario y Ricardo, y Nelson cuyo apellido no recuerdo y muchos más. Las “espadeadas” se repetían a lo largo de la cuadra y más de una vez las peleas eran entre dos Zorros, ya que nadie quería ser el Sargento García, el Capitán Monasterio, El Águila, o el Cabo Reyes.

Pasaron más de treinta años de aquellos días y El Zorro sigue siendo mi personaje favorito. Guy Williams fue después el Profesor Robinson de Perdidos en el Espacio, y un sobrino de Ben Cartwright en Bonanza. Sin embargo, para nosotros siempre sería El Zorro.

Aquel día de mayo en que tuve que dar la noticia por radio, fue una jornada muy triste para mí. Su cuerpo había sido hallado en estado de descomposición, ya que la muerte lo había sorprendido días antes cuando se encontraba solo en su departamento. Se había enamorado de nuestro país y en Buenos Aires, donde estaba radicado, lo halló la muerte. A los pibes argentinos no había hecho su último regalo; sentirse tan nuestro como Boca, Maradona y el Capitán Piluso.