No debe haber tarea más exasperante, al menos en Argentina, que ir a comprar a un supermercado. Ni que hablar si se trata de un fin de semana, o si es día de descuentos especiales. Lo que debería ser una cuestión de comodidad y por qué no hasta un entretenimiento, termina siendo por lo general, una verdadera tortura. Digamos que uno llega y comienza a realizar las compras. Muchas veces se encuentra con amigos, se tienta y se da algún gusto, y compra de un saque lo que necesita para toda la semana. Hasta ahí vamos bien. El calvario comienza en el momento de a acercarse a la línea de cajas para pagar.
Cuando viví un tiempo en Chile por razones de estudio, yo era el encargado de hacer las compras para los cinco changos que compartíamos un departamento en Santiago. Iba al supermercado con la lista, cargaba el carrito, enfilaba para la caja y al ratito estaba en la vereda con las bolsas, cargado como un Equeko. Sin embargo en este país, desgraciadamente no pasa lo mismo. Por lo general, en supermercados como Disco o el pedorrísimo Super Vea que detesto (son los que tengo cerca de mi casa) hay unas diez o doce cajas, de las cuales normalmente sólo funcionan cinco o seis. De estas, una seguro que es para el pago de impuestos y servicios, lo que lentifica el avance de la cola hasta límites insospechados. Pero no veamos todo tan negativamente; supongamos que son varias más las cajas que atienden. La solución parece llegar a fin...
Pues no. Aquí surgen nuevos y frecuentes inconvenientes. Una vez descargado todo el contenido del carrito de compras en la cinta transportadora de la caja, descubrimos que ésta no funciona y él o la cajera, tiene que acarrearlas manualmente para poder cobrarlas. A veces nosotros colaboramos, pero ya comienza la demora. Ahora sí, sólo es cuestión de pasarlas por el scanner ¡y listo! ¿Sí? ¡Magoya las va a pasar con facilidad!! porque resulta que ahora lo que no funciona adecuadamente es el lector láser de la máquina. En consecuencia, el pobre cajero/a tiene que teclear manualmente el código del producto, como si hiciera cuentas en su calculadora, y aquí es el momento de encontrarse con la nueva sorpresa: el precio del producto no coincide con el visto en góndola. Práctica habitual de muchos supermercados argentinos, es esta del cambio de precios. Por lo general ponen, “un suponer” como decía La Chona, una lata de atún en aceite de oliva sin precio, y al lado el más ordinarios de los atunes desmenuzados (sólo Dios y la Santísima Virgen saben lo hay dentro de esa latita) a la tercera parte del primero, con el cartelito indicativo confusamente colocado. Uno en el apuro, ve el artículo, le parece barato y lo carga en el changuito hasta que se da cuenta de la “confusión-estafa”. Ante el reclamo, el cajero/a llama a un colaborador para que vaya a corroborar el asunto. A todo esto, la cola es cada vez más larga y la gente comienza a mirarnos, muy razonablemente, con un cierto rictus de odio en la carota. Después de esperar la comprobación de precio, nos dicen que efectivamente ha sido error de la casa o bien que nosotros no nos percatamos de que ese valor era para tal producto, que tiene 30 gramos menos que el otro. Solucionado de alguna manera el diferendo, pero aún con toda la bronca del mundo, sacamos la tarjeta de crédito para pagar y... ¡oh sorpresa!! No anda bien el sistema y se demora la autorización. Cuando por fin tenemos el ticket en la mano, cargamos las bolsas en el changuito y salimos rumbo al auto mascullando toda la bronca del mundo.
A veces somos nosotros los que estamos inmediatamente detrás, tan sólo con una botella de cerveza en la mano que al momento de sacarla de la heladera estaba a punto, y ahora comienza a entibiarse. Convencidos de que nuestro trámite será mucho más rápido y sencillo que el del pobre tipo anterior, ponemos la botella al lado del cajero como diciendo “yo te la alcanzo porque sé que la cinta no anda; apurate por favor que se me calienta la cerveza”. En ese preciso instante, el cajero/a nos dice con su más amble sonrisa: “disculpe, tengo que hacer retiro de caja”. Y ahí nomás comienza a llamar a los gritos a la responsable de tal menester: ¡Andrea, Andrea.... Retiro!!! Y resulta que Andrea está en la caja ocho haciendo otro retiro, después va hasta la caja uno para llevarle un poco de cambio, ahora retira de la caja once, soluciona un problema de tarjeta de débito en la caja cuatro, una señora se queja no sé de qué carajo en la caja nueve, la cajera de la seis le pide monedas, vuelve a la dos porque hay una devolución y por fon llega a la caja doce donde estamos nosotros. Sí justo en la última, porque era la que avanzaba más rápido. Cuando por fin se cierra el cajoncito de la plata y pasan nuestra “única” botella por el famoso scanner, la cajera nos dice: “tiene el ticket de la botella”. Se lo damos, lo mira, y ahí nos percatamos de que necesita la tarjeta de autorización que tiene Andrea.... y otra vez la misma historia ¡Andrea, Andrea.... Vale de botella!!! Andrea, está en el baño porque con tantas ideas y venidas le agarró flor de cagadera. Una hermosa y tierna viejita que está en la caja de al lado nos dice al vernos a punto de reventar la camisa como El Increíble Hulk: “Mijito, pase por acá que usted tiene una sola cosa”. Cambiamos de cola, pagamos la cerveza de mierda, damos las gracias como corresponde a la venerable abuela y salimos puteando contra el supermercado, la Cristina Kirchher que justo esta vez no tuvo nada que ver y no dejamos un santo en pie. Llegamos a casa , pelamos un salamín, destapamos la Budweiser, la servimos en el vaso y... ¡parece meada de camello, en medio del Sahara a las 2 de la tarde...!
¡¡¡Vuelva don Santi!, donde quiera que esté!!!!!
A veces somos nosotros los que estamos inmediatamente detrás, tan sólo con una botella de cerveza en la mano que al momento de sacarla de la heladera estaba a punto, y ahora comienza a entibiarse. Convencidos de que nuestro trámite será mucho más rápido y sencillo que el del pobre tipo anterior, ponemos la botella al lado del cajero como diciendo “yo te la alcanzo porque sé que la cinta no anda; apurate por favor que se me calienta la cerveza”. En ese preciso instante, el cajero/a nos dice con su más amble sonrisa: “disculpe, tengo que hacer retiro de caja”. Y ahí nomás comienza a llamar a los gritos a la responsable de tal menester: ¡Andrea, Andrea.... Retiro!!! Y resulta que Andrea está en la caja ocho haciendo otro retiro, después va hasta la caja uno para llevarle un poco de cambio, ahora retira de la caja once, soluciona un problema de tarjeta de débito en la caja cuatro, una señora se queja no sé de qué carajo en la caja nueve, la cajera de la seis le pide monedas, vuelve a la dos porque hay una devolución y por fon llega a la caja doce donde estamos nosotros. Sí justo en la última, porque era la que avanzaba más rápido. Cuando por fin se cierra el cajoncito de la plata y pasan nuestra “única” botella por el famoso scanner, la cajera nos dice: “tiene el ticket de la botella”. Se lo damos, lo mira, y ahí nos percatamos de que necesita la tarjeta de autorización que tiene Andrea.... y otra vez la misma historia ¡Andrea, Andrea.... Vale de botella!!! Andrea, está en el baño porque con tantas ideas y venidas le agarró flor de cagadera. Una hermosa y tierna viejita que está en la caja de al lado nos dice al vernos a punto de reventar la camisa como El Increíble Hulk: “Mijito, pase por acá que usted tiene una sola cosa”. Cambiamos de cola, pagamos la cerveza de mierda, damos las gracias como corresponde a la venerable abuela y salimos puteando contra el supermercado, la Cristina Kirchher que justo esta vez no tuvo nada que ver y no dejamos un santo en pie. Llegamos a casa , pelamos un salamín, destapamos la Budweiser, la servimos en el vaso y... ¡parece meada de camello, en medio del Sahara a las 2 de la tarde...!
¡¡¡Vuelva don Santi!, donde quiera que esté!!!!!
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