¡Qué pena la del mar! ¡Si señor! Aunque el mar no hable, aunque no lo exprese de ninguna manera, el mar tiene una pena. Una pena larga y eterna desde el momento mismo de su nacimiento. Desde aquel instante preciso, en que en el tercer día de la Creación Dios dijo: “Que se reúnan en un solo lugar las aguas que están bajo el cielo, y que aparezca el suelo firme. Y así sucedió. Dios llamó Tierra al suelo firme, y Mar al conjunto de las aguas”. Desde aquella imagen genésica, el mar tiene una pena…
El mar tiene pena porque ama el fluir, el ir y venir, el estar y el no estar, el ser y ya no ser. El es y está siempre allí, en el mismo sitio. Tiene vida pero no tiene vida… Los peces y las plantas tienen vida en su seno pero no él, que no puede decidir a dónde ir. Da vida pero no vive a su antojo. La decisión divina lo confinó hasta el fin de su existencia a ser una masa gigantesca de agua y sal que permanece donde no quiere estar. Una inmensidad de diminutas gotas de H2O y sal contenida por las costas de los países. Cuando el mar sale de paseo, luego de mucho andar haciendo olas, llega a extrañas playas, acantilados o lo que sea, pero no mucho más lejos que eso. Le guste o no le guste, está encerrado entre cuatro paredes imaginarias. Tal vez con suerte encuentre un golfo, un fiordo o un estuario, como para adentrarse y curiosear un poco más en busca de nuevas aventuras. Pero pronto, con ganas o sien ellas, el mar volverá a su seno. Volverá a ser mar. Cada tantas horas se retirará un poco de la orilla para luego volver. Hasta allí su diversión. El mar no puede ir donde quiera, por eso el mar esta triste y tiene una pena.
Quisiera ser como sus parientes, los ríos, esos ríos que van y vienen por el planeta todo. Ellos sí que son libres. ¡Cómo los envidia! Nacen en un lugar y mueren en otro. A veces recorren pocos kilómetros y otras… ¡ahhh otras cómo viajan! Ahí lo tienen al Nilo, con sus casi 7 mil kilómetros, que es tan largo y majestuoso que nadie sabe a ciencia cierta dónde nace. A su paso fertiliza los campos africanos y lleva vida en su simiente. Y qué me dicen del Volga con sus famosos barqueros… El Amazonas que se interna en la selva inexplorada ofreciendo a los aventureros el sabor único de lo desconocido. Y el Danubio, y el Rhin, y El Mississippi, y el Río de la Plata, que con sus hermanos Uruguay y Paraná trae vida desde la América profunda y hasta se da el gusto de visitar al Mar en las costas de Buenos Aires... ¡Si no fuera por su primo que no tiene nada de plateado, qué solo estaría el Mar! ¡El Tévere si que tiene historia! ¿Cuántas veces Julio César, Marco Aurelio o Trajano se habrán bañado en sus aguas, haciéndolo, para bien o para mal, testigo de sus secretos. ¿Acaso no habrá calmado la sed del pobre Pablo, cuando despreciado y perseguido por los romanos, llevaba sin descanso la palabra de Jesús, por las calles de la capital del Antiguo Imperio? Llega del Norte, cruza por el centro de la ciudad y luego parte en busca del Tirreno, dejando como recuerdo a la pequeña Isla Tiberina. Tan insignificante que parece y sin embargo, el imperio más grande de la historia bebió de sus aguas. Hay ríos majestuosos y otros que apenas tienen unos pocos metros de ancho. ¡Pero todos son libres! El Mina Clavero y el Panaholma luego de su cópula escandalosa dan vida al Río de los Sauces y ahí siguen, como si nada….
Así son los ríos, vida pura. Tienen vida y dan vida. Vida a la vida que llevan en su vientre, y vida a los pescadores que con él se ganan la vida. Todo es vida. Ellos sí que son felices.
En cambio el mar… el pobre y viejo mar, no sale de su inmenso cubículo por más que quiera. NO es libre para decidir. NO puede salir de acá para llegar allá, pasando por aquel lugar tan lindo… Es cierto que da vida a los peces que lo pueblan, pero también da muerte y eso es muy triste. Allí tienen a los pescadores del Andrea Gail por ejemplo, y están los pobres marineros del Kursk en las heladas aguas del Mar de Barents. ¿Cómo olvidar a los inocentes del Titanic y a los miles de marineros y piratas hundidos junto a sus galeones, carabelas, goletas y bergantines. Son muchas muertes las que pesan sobre él y no es fácil soportarlo. Por eso el mar tiene cada vez más dobladas sus imaginarias espaldas; el peso de tanta destrucción es enorme. Pero así es su vida y no puede escapar ni a su cárcel geográfica ni a su destino.
Así será por siempre y para siempre.
Por eso el mar tiene una pena en el alma de los mares.
1 comentario:
Muy pero muy buena reflección. Abrazo
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