
Ingresé a la mesa dos y puse la boleta número 3 de la Unión Cívica Radical en el sobre que momentos antes me había entregado el jefe de mesa. Yo también quería ser jefe de mesa pero no sabía cómo hacerlo; quería ser importante en un momento tan trascendental. No pude y me contenté con depositar el sobre en esa urna que todavía era de madera y que, gracias a Dios y contradiciendo a Galtieri, ya no estaba “bien guardada”. La fórmula presidencial era Raúl Alfonsín – Víctor Martínez. Para la gobernación de Córdoba los elegidos eran Eduardo César Angeloz y Edgardo Grosso, y el candidato a intendente de Villa María, el contador Horacio Cabeza. Esa mañana me sentí importante y a la noche festejé junto a mi padre, un radical de alma que lloraba como un chico. Como había llorado cincuenta años antes con el derrocamiento de Irigoyen. Yo, había contribuido con mi primera votación, al restauramiento de la democracia.

Pasó el tiempo y mi desilusión con la clase dirigente y con la política fue en aumento. La emoción y alegría por el triunfo de Alfonsín poco a poco fueron desapareciendo. Me sentía defraudado porque había huido ineptamente, porque había tranzado con Menem y porque “había sido un desastre”. Después, la angustia fue in crescendo a medida que se sucedían los gobiernos; no había políticos honestos en los que creer. Tardé un tiempo en comprender que Alfonsín, es mismo que me había desilusionado, había hecho algunas cosas y no había hecho otras, pero todo lo había hecho con honestidad. Después entendí que había renunciado a ideas y principios en pos de la unidad y el bienestar del país. Me di cuenta de lo doloroso que debe haber sido para él aquella Semana Santa, y que era preferible que Carlos Menem fuera reelegido una vez antes de que se perpetuara en el poder.
Pasaron los años y muchas cosas cambiaron. El país, cambió, la gente, la clase dirigente y yo… Nunca más volví a sentir aquella misma emoción de la primera vez. Si hoy voto por Juan, es pura y exclusivamente para que no gane Pedro. Estoy cansado de votar siempre por el mal menor. Mi documento está lleno de sellos y cada vez que lo miro pienso de qué sirvió haber votado tanto.

El pueblo lo despidió como él se merecía. Yo hice mi oración, pero ya no quiero ser presidente de mesa.