Pocos meses después de haber terminado la escuela secundaria, un domingo volví a las aulas del Instituto Secundario Bernardino Rivadavia de Villa María. A ese mismo edificio que me había recibido a los cuatro años de edad y que me despidió a punto de cumplir los dieciocho. Llevaba en mis manos un inmaculado DNI y en el alma una sensación única. Iba a votar por ¡primera vez!
Ingresé a la mesa dos y puse la boleta número 3 de la Unión Cívica Radical en el sobre que momentos antes me había entregado el jefe de mesa (yo no soy radical). Yo también quería ser jefe de mesa pero no sabía cómo hacerlo; quería ser importante en un momento tan trascendental. No pude y me contenté con depositar el sobre en esa urna que todavía era de madera y que, gracias a Dios y contradiciendo a Galtieri, ya no estaba “bien guardada”. La fórmula presidencial era Raúl Alfonsín – Víctor Martínez. Para la gobernación de Córdoba los elegidos eran Eduardo César Angeloz y Edgardo Grosso, y el candidato a intendente de Villa María, el contador Horacio Cabeza. Esa mañana me sentí importante y a la noche festejé junto a mi padre, un radical de alma que lloraba como un chico. Como había llorado cincuenta años antes con el derrocamiento de Irigoyen. Yo, había contribuido con mi primera votación, al restauramiento de la democracia.
Pero la vida real no es la que uno sueña. Alfonsín no terminó su mandato y todo era un caos. Llegó Carlos Menen y tras un período de aparente bonanza, nos dimos cuenta de que no todo lo que relucía era oro. De la Rúa daba nueva esperanzas y lo suyo no pudo ser peor. Cinco presidentes en una semana y la cosa parecía ir de mal en peor. Después llegó Duhalde para poner un poco de orden y Kirchner pareció tranquilizar la situación; pero sólo pareció. Ahora Cristina…
Pasó el tiempo y mi desilusión con la clase dirigente y con la política fue en aumento. La emoción y alegría por el triunfo de Alfonsín poco a poco fueron desapareciendo. Me sentía defraudado porque había huido ineptamente, porque había tranzado con Menem y porque “había sido un desastre”. Después, la angustia fue in crescendo a medida que se sucedían los gobiernos; no había políticos honestos en los que creer. Tardé un tiempo en comprender que Alfonsín, ese mismo que me había desilusionado, había hecho algunas cosas y no había hecho otras, pero todo lo había hecho con honestidad. Después entendí que había renunciado a ideas y principios en pos de la unidad y el bienestar del país. Me di cuenta de lo doloroso que debe haber sido para él aquella Semana Santa, y que era preferible que Carlos Menem fuera reelegido una vez antes de que se perpetuara en el poder.
Pasaron los años y muchas cosas cambiaron. El país, cambió, la gente, la clase dirigente y yo… Nunca más volví a sentir aquella misma emoción de la primera vez. Si hoy voto por Juan, es pura y exclusivamente para que no gane Pedro. Estoy cansado de votar siempre por el mal menor. Mi documento está lleno de sellos y cada vez que lo miro pienso de qué sirvió haber votado tanto.
Alfonsín murió, y ahora comprendo que definitivamente se fue uno de los últimos que me podía hacer pensar distinto. Se fue alguien que creía que la política honesta era posible. Yo no creo lo mismo. Para mí, al menos hoy y en este país, son términos antinómicos.
El pueblo lo despidió como él se merecía. Yo hice mi oración, pero ya no quiero ser presidente de mesa.
Ingresé a la mesa dos y puse la boleta número 3 de la Unión Cívica Radical en el sobre que momentos antes me había entregado el jefe de mesa (yo no soy radical). Yo también quería ser jefe de mesa pero no sabía cómo hacerlo; quería ser importante en un momento tan trascendental. No pude y me contenté con depositar el sobre en esa urna que todavía era de madera y que, gracias a Dios y contradiciendo a Galtieri, ya no estaba “bien guardada”. La fórmula presidencial era Raúl Alfonsín – Víctor Martínez. Para la gobernación de Córdoba los elegidos eran Eduardo César Angeloz y Edgardo Grosso, y el candidato a intendente de Villa María, el contador Horacio Cabeza. Esa mañana me sentí importante y a la noche festejé junto a mi padre, un radical de alma que lloraba como un chico. Como había llorado cincuenta años antes con el derrocamiento de Irigoyen. Yo, había contribuido con mi primera votación, al restauramiento de la democracia.
Pero la vida real no es la que uno sueña. Alfonsín no terminó su mandato y todo era un caos. Llegó Carlos Menen y tras un período de aparente bonanza, nos dimos cuenta de que no todo lo que relucía era oro. De la Rúa daba nueva esperanzas y lo suyo no pudo ser peor. Cinco presidentes en una semana y la cosa parecía ir de mal en peor. Después llegó Duhalde para poner un poco de orden y Kirchner pareció tranquilizar la situación; pero sólo pareció. Ahora Cristina…
Pasó el tiempo y mi desilusión con la clase dirigente y con la política fue en aumento. La emoción y alegría por el triunfo de Alfonsín poco a poco fueron desapareciendo. Me sentía defraudado porque había huido ineptamente, porque había tranzado con Menem y porque “había sido un desastre”. Después, la angustia fue in crescendo a medida que se sucedían los gobiernos; no había políticos honestos en los que creer. Tardé un tiempo en comprender que Alfonsín, ese mismo que me había desilusionado, había hecho algunas cosas y no había hecho otras, pero todo lo había hecho con honestidad. Después entendí que había renunciado a ideas y principios en pos de la unidad y el bienestar del país. Me di cuenta de lo doloroso que debe haber sido para él aquella Semana Santa, y que era preferible que Carlos Menem fuera reelegido una vez antes de que se perpetuara en el poder.
Pasaron los años y muchas cosas cambiaron. El país, cambió, la gente, la clase dirigente y yo… Nunca más volví a sentir aquella misma emoción de la primera vez. Si hoy voto por Juan, es pura y exclusivamente para que no gane Pedro. Estoy cansado de votar siempre por el mal menor. Mi documento está lleno de sellos y cada vez que lo miro pienso de qué sirvió haber votado tanto.
Alfonsín murió, y ahora comprendo que definitivamente se fue uno de los últimos que me podía hacer pensar distinto. Se fue alguien que creía que la política honesta era posible. Yo no creo lo mismo. Para mí, al menos hoy y en este país, son términos antinómicos.
El pueblo lo despidió como él se merecía. Yo hice mi oración, pero ya no quiero ser presidente de mesa.
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