Tengo la costumbre, creo que la sana costumbre, de salir siempre con un libro bajo el brazo cuando debo cumplimentar algún trámite. Es el remedio eficaz para combatir el tedio en la cola del banco; cuando hay que esperar el turno en algún organismo público; a la hora de pagar los impuestos en los primeros días del mes, o simplemente para aguardar pacientemente en la parada del colectivo.
Hace unos días me encontraba en el consultorio de mi odontólogo por causa de una muela que se había roto. Llevaba en esta oportunidad un libro de Vinicius de Moraes. Es un libro pequeño, de esos ideales para las esperas, con historias que no tienen más de dos hojas en el peor de los casos. Digo que es un libro ideal porque de esta manera uno puede leer algo y terminarlo en el momento, sin necesidad de tener que repasar las últimas páginas cada vez que se retoma su lectura. Uno o dos escritos por vez, y el libro descansa hasta la próxima.
En esos menesteres me hallaba cuando de repente, tal vez por la nacionalidad del autor, me acordé de mi viejo amigo Pupín. Su nombre completo es Dercilio Aristeu Pupín, pero para todo el mundo es simplemente Pupín, de Americana, ciudad cercana a Campinas, en el estado de Sao Paulo.
Hacía un día que había llegado yo a Santiago de Chile, a principio de los noventa. Con Rosario Vargas, Corina Vecchioli, Felicitas Burgueño y el padre Amando Espinosa, habíamos llegado becados por el CELAM para realizar un curso en la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica de Santiago. Para muchos era el primer viaje al exterior, y, desorganizado como suelen ser estas cosas, nos hallábamos un tanto desconcertados. En mi caso un poco más, ya que las mujeres se habían alojado todas juntas; Armando estaba en una parroquia y yo era el único que había quedado completamente solo en un pequeño, viejo, helado, húmedo y poco acogedor departamento de Providencia. Se trata de un barrio coqueto si los hay, aunque el departamento de Tomás Ryder 910 era la excepción que confirma la regla. Esa tarde me hallaba pensando en los cuatro meses que aún tenía por delante, cuando Gloria, la dueña del lugar, me lo presentó. Acababa de llegar del aeropuerto. Todavía lo recuerdo parado frente a mí. Delgado, alto, con el pelo ensortijado y una sonrisa generosa, estirando su mano derecha mientras la izquierda aún sostenía su valija y presentándose: hola, soy Pupín.
Acto seguido me dijo tres cosas. Que era brasilero; que no me preocupara por el idioma y que le hablara normalmente porque él quería aprender el castellano, y que ese día cumplía los años. Era el 29 de julio de 1992.
No recuerdo con qué habremos celebrado tan importante acontecimiento, pero dudo de que haya sido con algo más que un café con galletitas, o unas salchichas de Viena con arroz como todo manjar cumpleañero. Sí sé que su alegría por celebrar con alguien era grande.
Pronto nos hicimos amigos y si bien al día siguiente llegaron Juan Soto de Coyhaique e Iván Uriona de Bolivia, con quienes conformamos un maravilloso cuarteto, aquel día de ventaja acrecentaría sin dudas nuestra amistad.
Pupín es un tipo afable, generoso, solidario, con la sonrisa a flor de labios en todo momento. En fin, uno de esos personajes imposible de no querer. Han pasado muchos años y la memoria se niega a devolverme muchos recuerdos de aquellos días felices. Busco y busco en el disco rígido de mi cerebro y no son demasiadas las imágenes nítidas que vienen a mí. Entre esas pocas que alcanzo a rescatar, lo recuerdo tirándose en trineo con Polar Teijeiro, en Farellones, y su emoción inmensa por tocar por primera vez la nieve. Poco acostumbrado al frío, ni siquiera tenía campera por lo que su primera tarea en suelo chileno fue comprar una, para lo cual lo acompañé a la feria persa de la Estación Central. Lo recuerdo también permanentemente contando chistes en su portuñol mal hablado, que daba más gracia que sus “píadas”. Hablaba siempre de su escuela salesiana en donde había estudiado, de los videos sociales que hacía para cumpleaños y casamientos, de su Fusca al que tanto extrañaba y de su preocupación por lo social. Juntos estudiábamos, salíamos de paseo, intercambiábamos opiniones sobre las mujeres del grupo, y salíamos a correr y hacer actividad física muy de vez en cuando. Creo que él era de los que por entonces practicaba, pero mi mal ejemplo pronto pudo más… Interminables eran las caminatas por la Costanera, entre las esculturas del Parque Forestal, cada vez que alguno de los dos estaba mal de ánimo; hoy por ti y mañana por mí. Angustias mías por cuestiones de índole familiar, o mal de amores de su parte, eran motivo suficiente para que emprendiéramos una de esas famosas caminatas. Daba gracia porque la preocupación de uno por el otro era genuina y los consejos sinceros, y a la semana siguiente todo se invertía exactamente. Las palabras volvían como un boomerang, y sólo nos teníamos uno al otro.
Así fueron pasando los meses con momentos lindos y otros no tanto; posiblemente sin grandes resultados académicos pero sí con una experiencia de vida que, creo, a todos nos ha marcado profunda y definitivamente.
El amor no podía estar ausente en un grupo en el que casi veinte hombres y mujeres compartían la mayor parte de las horas del día. Él tuvo mejor suerte que yo. O mayor decisión… o tiempo… Cuando la cosa comenzaba a encaminarse, circunstancias personales me obligaron a regresar a mi casa antes de lo previsto, dejando para siempre la duda de qué hubiera pasado con ella…
Pero para Pupín fue distinto. De entrada había puesto sus ojos en la correntina. Ahora, mientras escribo esto en mi cama a altas horas de la noche, escuchando un CD de Dvorak, recuerdo algo que durante casi veinte años había quedado guardado en algún compartimiento de mi cerebro sin salir, y que lo pinta de cuerpo entero. Como nobleza es lo que le sobra, pensó que yo estaba interesado en Alejandra Alcalá y, como buen amigo, me dejó el camino libre mientras él buscaba otros consuelos… Lo cierto es que con Alejandra habíamos iniciado una pequeña relación amistosa antes del viaje y a su llegada a Chile, un par de días después que el resto del grupo, yo era el único a quien conocía. Por esa razón, en los primeros tiempo estábamos siempre juntos y compartíamos muchos momentos.
El tiempo pasó, se pusieron de novios y la cosa siguió firme una vez que el grupo se disolvió y cada uno volvió a su país. Hace quince años que son un feliz matrimonio. Tuve suerte de compartir unos días con ellos en Brasil, algunos años más tarde. Sé que hoy es un productor agrícola y que junto con su esposa tienen dos niños y una huerta ecológica.
A la distancia lo recuerdo siempre delgado, alto, con el pelo ensortijado y una sonrisa generosa, estirando su mano derecha mientas la izquierda aún sostenía su valija y presentándose: hola, soy Pupín. Hace poco, un diario en Internet, me regaló una fotografía actual entre sus cultivos, con diecisiete años más, un sombrero de paja y aquella sonrisa intacta.
Hace unos días me encontraba en el consultorio de mi odontólogo por causa de una muela que se había roto. Llevaba en esta oportunidad un libro de Vinicius de Moraes. Es un libro pequeño, de esos ideales para las esperas, con historias que no tienen más de dos hojas en el peor de los casos. Digo que es un libro ideal porque de esta manera uno puede leer algo y terminarlo en el momento, sin necesidad de tener que repasar las últimas páginas cada vez que se retoma su lectura. Uno o dos escritos por vez, y el libro descansa hasta la próxima.
En esos menesteres me hallaba cuando de repente, tal vez por la nacionalidad del autor, me acordé de mi viejo amigo Pupín. Su nombre completo es Dercilio Aristeu Pupín, pero para todo el mundo es simplemente Pupín, de Americana, ciudad cercana a Campinas, en el estado de Sao Paulo.
Hacía un día que había llegado yo a Santiago de Chile, a principio de los noventa. Con Rosario Vargas, Corina Vecchioli, Felicitas Burgueño y el padre Amando Espinosa, habíamos llegado becados por el CELAM para realizar un curso en la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica de Santiago. Para muchos era el primer viaje al exterior, y, desorganizado como suelen ser estas cosas, nos hallábamos un tanto desconcertados. En mi caso un poco más, ya que las mujeres se habían alojado todas juntas; Armando estaba en una parroquia y yo era el único que había quedado completamente solo en un pequeño, viejo, helado, húmedo y poco acogedor departamento de Providencia. Se trata de un barrio coqueto si los hay, aunque el departamento de Tomás Ryder 910 era la excepción que confirma la regla. Esa tarde me hallaba pensando en los cuatro meses que aún tenía por delante, cuando Gloria, la dueña del lugar, me lo presentó. Acababa de llegar del aeropuerto. Todavía lo recuerdo parado frente a mí. Delgado, alto, con el pelo ensortijado y una sonrisa generosa, estirando su mano derecha mientras la izquierda aún sostenía su valija y presentándose: hola, soy Pupín.
Acto seguido me dijo tres cosas. Que era brasilero; que no me preocupara por el idioma y que le hablara normalmente porque él quería aprender el castellano, y que ese día cumplía los años. Era el 29 de julio de 1992.
No recuerdo con qué habremos celebrado tan importante acontecimiento, pero dudo de que haya sido con algo más que un café con galletitas, o unas salchichas de Viena con arroz como todo manjar cumpleañero. Sí sé que su alegría por celebrar con alguien era grande.
Pronto nos hicimos amigos y si bien al día siguiente llegaron Juan Soto de Coyhaique e Iván Uriona de Bolivia, con quienes conformamos un maravilloso cuarteto, aquel día de ventaja acrecentaría sin dudas nuestra amistad.
Pupín es un tipo afable, generoso, solidario, con la sonrisa a flor de labios en todo momento. En fin, uno de esos personajes imposible de no querer. Han pasado muchos años y la memoria se niega a devolverme muchos recuerdos de aquellos días felices. Busco y busco en el disco rígido de mi cerebro y no son demasiadas las imágenes nítidas que vienen a mí. Entre esas pocas que alcanzo a rescatar, lo recuerdo tirándose en trineo con Polar Teijeiro, en Farellones, y su emoción inmensa por tocar por primera vez la nieve. Poco acostumbrado al frío, ni siquiera tenía campera por lo que su primera tarea en suelo chileno fue comprar una, para lo cual lo acompañé a la feria persa de la Estación Central. Lo recuerdo también permanentemente contando chistes en su portuñol mal hablado, que daba más gracia que sus “píadas”. Hablaba siempre de su escuela salesiana en donde había estudiado, de los videos sociales que hacía para cumpleaños y casamientos, de su Fusca al que tanto extrañaba y de su preocupación por lo social. Juntos estudiábamos, salíamos de paseo, intercambiábamos opiniones sobre las mujeres del grupo, y salíamos a correr y hacer actividad física muy de vez en cuando. Creo que él era de los que por entonces practicaba, pero mi mal ejemplo pronto pudo más… Interminables eran las caminatas por la Costanera, entre las esculturas del Parque Forestal, cada vez que alguno de los dos estaba mal de ánimo; hoy por ti y mañana por mí. Angustias mías por cuestiones de índole familiar, o mal de amores de su parte, eran motivo suficiente para que emprendiéramos una de esas famosas caminatas. Daba gracia porque la preocupación de uno por el otro era genuina y los consejos sinceros, y a la semana siguiente todo se invertía exactamente. Las palabras volvían como un boomerang, y sólo nos teníamos uno al otro.
Así fueron pasando los meses con momentos lindos y otros no tanto; posiblemente sin grandes resultados académicos pero sí con una experiencia de vida que, creo, a todos nos ha marcado profunda y definitivamente.
El amor no podía estar ausente en un grupo en el que casi veinte hombres y mujeres compartían la mayor parte de las horas del día. Él tuvo mejor suerte que yo. O mayor decisión… o tiempo… Cuando la cosa comenzaba a encaminarse, circunstancias personales me obligaron a regresar a mi casa antes de lo previsto, dejando para siempre la duda de qué hubiera pasado con ella…
Pero para Pupín fue distinto. De entrada había puesto sus ojos en la correntina. Ahora, mientras escribo esto en mi cama a altas horas de la noche, escuchando un CD de Dvorak, recuerdo algo que durante casi veinte años había quedado guardado en algún compartimiento de mi cerebro sin salir, y que lo pinta de cuerpo entero. Como nobleza es lo que le sobra, pensó que yo estaba interesado en Alejandra Alcalá y, como buen amigo, me dejó el camino libre mientras él buscaba otros consuelos… Lo cierto es que con Alejandra habíamos iniciado una pequeña relación amistosa antes del viaje y a su llegada a Chile, un par de días después que el resto del grupo, yo era el único a quien conocía. Por esa razón, en los primeros tiempo estábamos siempre juntos y compartíamos muchos momentos.
El tiempo pasó, se pusieron de novios y la cosa siguió firme una vez que el grupo se disolvió y cada uno volvió a su país. Hace quince años que son un feliz matrimonio. Tuve suerte de compartir unos días con ellos en Brasil, algunos años más tarde. Sé que hoy es un productor agrícola y que junto con su esposa tienen dos niños y una huerta ecológica.
A la distancia lo recuerdo siempre delgado, alto, con el pelo ensortijado y una sonrisa generosa, estirando su mano derecha mientas la izquierda aún sostenía su valija y presentándose: hola, soy Pupín. Hace poco, un diario en Internet, me regaló una fotografía actual entre sus cultivos, con diecisiete años más, un sombrero de paja y aquella sonrisa intacta.